sábado, 5 de octubre de 2019

Para qué me endurecí



Me miraba las manos y ascendía por la ruta larga de mis dedos flacos, la cima era el final del jardín y una paloma coja que rescaté en el colegio. Le puse Violeta.
Escuchaba las tortugas aparearse y esperaba que las hojas del otoño desparramaran su ocre en mis ojos ya amarillos de nacimiento.
Amaba a mi mamá y le dejaba ramitos violetas en su cómoda para que me eligiera entre sus prioridades,
Amaba a mi padre y estudiaba caligrafía para que las manchas de tinta en mis dedos, dieran fé de mi compromiso con su soledad.
Me pasaron cosas secretas que me desviaron y me dejaron utilizada por el hambre del vulgar y su abismo. Hice cortocircuito, mis conexiones se rompieron y los nodos se gobernaron solos. Mis fragmentos gritaron por años. Me llamaban para que pudiese acudir al punto en que dejaría de estar aislada.
A veces era cruel y escupía una rabia desconocida pero dueña de mi boca y de mi frente.
La burla que podía encerrarme y aparecer, me dejaba en lo interior del ánimo impotente y avergonzada.
Me habían parido las rocas del dolor. Era hija de una enfermedad ajena, hija de una piedra mala, una que se usó para castigar a las mujeres que amaban libres. Pedí ayuda.
Me reflejaron los espejos de mis nodrizas, me salvó su pan y su paz. Mientras el mundo me veía feroz y me respetaba por eso, yo cosía esas manos del comienzo a mis muñecas para dejar de tener muñones.
Necesitaba volver a ser una conmigo, para poder mirar desde el ocre del otoño.
Pedía que me devuelvan el derecho a ser cortés, extrañaba sentir los saltos del granizo y la culpa del dedo en la llaga.
Quise y elegí el trabajo de tocar lo vivo con delicadeza. Y así terminé recluida en un sitio estrellado donde volví a ser común.
Resucité y estoy en ese origen de tortugas sonoras y palomas refugiadas.
Gracias mamá por darme amparo. Gracias papá por darme la fuerza de reclamar el derecho de vivir lo lastimable. Es tiempo de levantar cabeza, de cobrar fuerzas para ser amable. De estar bien hallada.